Para evitar suspicacias

13.12.2023

   Había fiesta y alegría en mi cabeza, los números de la productora radiofónica para la que trabajábamos los allí reunidos, invitaban al optimismo. Tanto el jefe como los compañeros parecíamos como conectados a la misma onda, aunque la longitud de onda del jefe emitía un carácter cuántico más comedido; él nunca hubiese dicho eso de: "Nosotros vamos partido a partido", más bien lo imagino pensando: Nosotros vamos partícula a partícula. Pero a pesar de su tacañería cuántica, por una vez, y como la excepción que confirma la regla, el jefe se rascó el bolsillo e invitó a cenar. 

   Algunas de estas cosas me las había contado mi compañera Candi; hasta mi incorporación, ella era la nueva, con etiqueta y todo, pero a mi llegada a la empresa, dicha etiqueta pasó a ser mía, hecho que a ella no le molestó en absoluto. Fue generosa conmigo, y no lo digo por la broma de la etiqueta, sino porque me ayudó con valiosísimos consejos, una especie de asesoramiento de novato a novato, o como de un tuerto hacia un ciego, con un ojo próximo a abrirse y de quien se espera que prontamente sea tan tuerto como los demás. 

   Siete comensales, tres a cada lado de la mesa, y el jefe y pagano presidiendo en un extremo. Candi se fue a sentar en el lado opuesto al mío, eso me supuso un leve malestar del que no fui del todo consciente en ese momento. Al principio ella no habló nada, el jefe tomó la palabra nada más sentarnos y todos nos limitamos a sonreír y escuchar, pero mis ojos se cansaban de mirar a nuestro orador preferido, y se posaban suavemente sobre Candi. Luego llegaron los platos y las conversaciones cruzadas; de nuevo sentí una desconocida incomodidad o frustración al no poder encontrarme nunca con la mirada de Candi. Yo no sé qué se había hecho en el pelo, o si había merendado gloria, pero a mis ojos resplandecía. Mientras Candi cruzaba unas palabras con del jefe, o con Mario, que sentado a su derecha también se cruzaba en conversaciones de lado o frontales con uno o con otra, yo apenas intervenía. Siendo el más nuevo, era mejor hablar solo lo indispensable y escuchar; o mirar. Yo miraba a Candi. ¿Nunca se han enamorado sin darse cuenta? Algunos lo descubrimos accidentalmente, ante los codazos de algún compañero que no deja de fracasar en su intento de llamar nuestra atención. 

   Hay que reconocer que el tipo que miraba embelesado a Candi no era yo, era alguien que se había colado sin permiso en mi cogote y tomado los mandos de la visión binocular: un intruso peligroso. Un invasor externo con la capacidad de verter sustancias tóxicas, amargas, y lacrimógenas en el torrente sanguíneo. Este agente externo accedió de alguna manera a mi memoria, y me trajo imágenes de una amigable y empática Candi enseñándome a moverme por los gigas de archivos de audio, o como se llamen; con el poder de la memoria, me retornó al instante del leve contacto de su mano sobre mi hombro cuando me explicaba algunos de los recursos y procedimientos habituales; su conversación afectuosa y dulce. Candi me demostró que la rivalidad profesional o la competitividad, no tienen por qué estar reñidas con la camaradería, en verdad lo hizo, e hizo aún más regalándome la hermosura de su amistad, algo que esa noche no supe ver con claridad, pero que algo más tarde comprendí. 

   Fue durante la cena, yo sonreía tímidamente, disimulando mi frustración por no haber podido encontrar sus ojos en ningún momento. No me podía explicar cómo era posible que de repente, yo parecía no existir para ella. Aquello me dolía como si algo se me retorciera en alguna parte. No podía ser, pensé, que no se diera cuenta de que la buscaba; era mucha casualidad que cada una de tantas y tantas veces que buscaba sus ojos nunca los encontrara. El remate final fue cuando todos nos despedimos, y al besar yo su mejilla, ella miraba hacia otro lado. Me fui a mi casa sintiéndome como un general a quien le han matado a todos sus soldados y además ha vuelto a perder otra guerra. Pero el desastre no es nada nuevo para mí, cuando te acostumbras a verlo llegar, te lo acabas tomando con resignación y actitud renovada, como un perro que espera ser feliz cuando hayan dejado de apalearlo, y le pongan delante un cuenco con pienso o unos huesos. Al final te tienes que reír, debes hacerlo, pues no queda otra, salvo que quieras abandonar el gran escenario de la vida. 

   Agradezco la capacidad de reflexión que pueda poseer, por escasa que esta pueda ser, pues con el tiempo funciona. Al menos creo, que esta vez funcionó, y comprendí: Candi sabía. Ella sabía que era mejor para mí, descubrir de esa forma tan inocua lo estéril de mi serenata para con ella; si pretendíamos continuar siendo amigos, sin reproches ni rencores, ignorarme bien ignorado era mucho mejor que tener que recurrir al siempre contundente rechazo para hacérmelo entender. 

   Candi sabía, yo así lo entendí; y para hacerle ver que lo había entendido, al día siguiente en que nos vimos me comporté como si no hubiera pasado nada entre nosotros; no fue difícil, en realidad, entre nosotros dos no había pasado nada. Se necesitan dos para poder bailar, y si no, no hay baile. 


Colección: Los relatos de primavera.

Primera Publicación: Año 2023.

NotaFoto de Pixabay: https://www.pexels.com/es-es/foto/primer-plano-de-un-mezclador-248967/ 

© 2023 José María Martín Rengel, Carmona, Sevilla, 41410
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