El amor en un cepillo del pelo

Una vez tuve ante mí, hace muchos años ya de aquello, al ser más puro, limpio y hermoso de todos cuantos seres humanos haya podido conocer jamás en esta extraña vida, pero entonces no supe verlo, y ni siquiera lo llegué a intuir. No sé si me sirve como excusa (al menos ante mí mismo) en algo tan inexcusable como eso, pero puedo aducir en mi defensa la escasa edad con que yo contaba cuando tuve ese infortunio, o esa gran fortuna, pues eso depende de según cómo se mire.
Todo comenzó cuando yo era un escolar de cuarto grado, y al finalizar las clases, un chaval y yo empezamos a pelearnos. Éramos unos críos y ni pelear sabíamos, siempre acabábamos revolcándonos por el suelo, y perdía el que se rendía. No sé cómo fue, quizás porque soy zurdo, pero la cosa es que le acerté un directo al hígado que le dejó doblado y sin respiración -no puedo respirar, decía en un susurro-. Después, y como suele ocurrir, nos hicimos amigos; amigos inseparables, cómplices de insensatas gamberradas y maldades, cuya explicación dejo al juez que todos llevamos dentro.
Se llamaba José Manuel González Ágra, y era el único satélite social de su familia, el único no excluido -aún- de lo que podría llamarse una vida social. Su familia había sufrido una de esas desgracias familiares que pueden hacer sucumbir a la totalidad de sus miembros: La hija mayor, la primera flor del profundo amor que se tenían sus padres, cayó víctima de una enfermedad cruel, de esas capaces incluso de hacer perder la fe en Dios, en el caso de tener dicha fe.
Antes de ir a hacer nuestras aviesas actividades, yo solía acompañar a José Manuel a su casa cada día al salir de clase. Era una obligación que tenía asumida con mi amigo. Yo me quedaba en el salón de su casa mientras él bajaba a la tienda de al lado a por el pan, la leche y alguna otra cosa que le encargara su madre. Así fue como la conocí.
La madre me había saludado muy amablemente desde la cocina cuando entré en la casa, y continuó hablando con mi amigo sobre las compras. Entonces él salió y mientras le esperaba sentado apareció aquel extraño ser.
Era una niña, algo mayor que yo, pues era más alta. Antes de que mis ojos parpadearan de sorpresa y la mirasen en detalle, ya había notado algo en su forma de andar, caminaba como si se balanceara y no confiase totalmente en la firmeza de su caminar.
Debo decir que por aquellos años, aún no se utilizaban términos modernos como discapacitado físico, mental, etc. Por entonces era habitual el empleo de la palabra subnormal, hoy totalmente desterrada y olvidada, para ser sustituida por términos supuestamente menos peyorativos, pero que en el fondo vienen a ser lo mismo: Discapacitado, disminuido, deficiente, etc. Era necesario aclarar este punto porque mi primera impresión fue pensar que era subnormal, aunque no lo era; En días sucesivos fui sabiendo que se trataba de parálisis cerebral; Fui conociendo en boca de mi amigo y de su madre, los entresijos de su desgracia y de su situación familiar.
La niña había nacido sana y en perfecto estado, y tan solo unos meses después contrajo unas fiebres, tras las cuales la niña ya no parecía la misma, el diagnóstico: No hay solución, será toda su vida un ser dependiente e incapacitado.
A partir de entonces Cesáreo, el cabeza de familia, se fue aficionando más y más a la indolente atmósfera de los bares, lugares en los que podía olvidar por unas horas lo que le esperaba en su casa. Luego llegaba borracho a casa, -así me lo contaron al tiempo, madre e hijo- y se metía con su esposa o con su hijo, pero con la niña nunca. Mi amigo empezó ahí su carrera de héroe anónimo, y si veía que su padre iba a por su madre, se burlaba de él e intentaba atraer su atención sobre sí. Cuando el padre le perseguía con sus pasos entorpecidos por el vino, se escondía debajo de una cama, y si el padre aún intentaba agacharse e introducir los brazos por debajo de la cama para agarrarle, él salía por el otro lado de la cama junto a la pared, y nunca le pillaba.
Algunas veces he pensado que vivir y crecer en un ambiente como ese, una familia tan derrumbada y delirante como la suya, podía ser el motivo de sus deseos de hacer daño. También pensé en la ironía de que un ser como aquella niña, surgiese -como una flor en una cima rocosa- en un lugar tan inhóspito.
La primera vez que se acercó a mí con evidente curiosidad, -lo confieso, mátenme- sentí asco. No controlaba su musculatura facial, caminaba a trompicones, y por la comisura de los labios le colgaba un fino hilillo de saliva. Se acercaba a mí y temí que me tocara o me babeara encima. ¿Qué quería esa niña de mí? Para quitármela de encima solo se me ocurrió tirarle del pelo, y lo hice. En su cara apareció una expresión de dolor. Me miró como preguntándome ¿Por qué?
Yo no lo sabía entonces y mi imaginación no me daba para mucho, pero años más tarde comprendí la triste verdad de mi culpa: Aquella niña carecía de vida, pero tenía deseos de vivirla; Tenía curiosidad natural. Nunca salía de casa ni jugaba con otros niños o niñas, eso era lo que no supe ver. No era extraño, por tanto, que si en la casa entraba un niño, ella quisiera ver cómo eran los otros niños, pues al único que veía era a su hermano.
¿Cómo haberse imaginado que no sabía lo que eran la amistad, las bromas y los juegos de niños? Las envidias o disputas infantiles, o los celos o el odio; O las mil cosas que nos hacen más similares a la vulgaridad, y que aprendemos entre risas, llantos y lamentos.
Aquella niña no podía conocer la maldad (si exceptuamos al padre borracho, un accidente puntual) ni el odio, ni nada de eso. Podía decirse de ella que era un ser totalmente inocente y puro. Su mundo se limitaba a la ventana del salón y la de la tele, y le encantaba cuando su madre, toda amor ella, se pasaba horas cepillándole su larga y ondulada cabellera... ¡Qué guapa mi niña hermosa!
José Manuel y yo, sin hacer alarde, arrancamos espejos retrovisores de algunos coches, pinchamos y desinchamos ruedas, rompimos macetas de geranios, pusimos piedras en la vía del tren de cercanías... Siempre acabábamos superándonos en la forma de hacer daño, y de hacer más daño. En una ocasión en que le desinchamos una rueda a un camión Pegaso, vino el conductor y tuvimos que correr y escondernos agachados tras un murete, nos miramos a los ojos asustados en la penumbra mientras sentíamos los pasos del tipo que nos buscaba; Por suerte, se volvió sin habernos descubierto. Yo le tenía echado el ojo a un largo y fino cilindro de cristal, un termómetro de los que había antes en la fachada de las farmacias, y le dije a José Manuel que teníamos que mangarlo, pues bien, cuando oscureció salimos corriendo riéndonos a más no poder con el termómetro bajo el brazo. Pero cuando me acojoné de verdad fue cuando le pinchamos las cuatro ruedas a un Peugeot blanco familiar, solíamos pinchar una rueda de cada coche pero nunca las cuatro. Después fuimos a un bar a jugar al futbolín, y cuando distraídamente volvimos a pasar junto al Peugeot blanco familiar, había dos hombres junto al coche, y uno de ellos estaba llorando como un niño. Era el dueño, y por su llanto se deducía -al menos deduje yo- que la putada era de las gordas, y que si el tipo supiera que habíamos sido nosotros nos mataba allí mismo. José Manuel miró para otro lado, pero yo me sentí culpable de aquello. Ahí empezamos a perder nuestra complicidad, y a deshacer nuestra común alianza contra el mundo, un mundo contra el que yo en realidad, no tenía aún nada por entonces. La batalla personal contra el mundo, la continuó mi amigo en solitario o con otro cómplice, pero ya sin mí.
Es de imaginarse la gran alegría que debió de suponer para nuestras ignorantes víctimas, el cese de nuestra dañina actividad conjunta. Dejé también por tanto, de visitar aquel destrozado hogar y de ver a la hermana de José Manuel y a su madre. No me hubiera sorprendido saber que había habido antes algún otro como yo, siempre tan bien recibido y acogido en esa casa a la que no quería ir nadie.
Lo siguiente que supe de la familia de mi amigo, lo supe tiempo después, ya sin contacto alguno con ellos. La madre había enloquecido un día y había perseguido a un hombre por la calle, armada con un cuchillo de cocina, había sido detenida por la Policía y puesta a resguardo en un hospital; El padre, murió en circunstancias que desconozco, y la niña, el ser inocente que nunca caminaría por el mundo ni tendría una vida normal, acabó también en un hospital mental, el único lugar posible en el mundo para un ángel inocente como ella, y probablemente, también el más indicado a fin de mantenerla protegida de un mundo tan sucio.