Dulce aroma

Me llamo Malque, aunque mis más íntimos me llaman Mal. A veces me gusta pensar que el niño que fui terminó viviendo en un cuerpo de adulto, o que al menos sigue ahí dentro, conviviendo con el extraño que cree -iluso- que capitanea la nave y que parece no tener mala cabeza, aunque no siempre hace buen uso de ella; y si conoce los escollos, no es por avisado -como el niño- sino por haberse estrellado contra ellos. En esos casos, creo que el niño lo haría mejor; el niño podía ser gamberro y desaplicado, y aún más cosas, todas ellas malas, pero jamás habría traspasado las alambradas para penetrar en aquellos huertos, ni lo habrían escaldado tantas veces.
En sueños lejanos y olvidados, aún pude ver lo que veía el niño, con los ojos del niño y la estatura del niño; el misterio de la memoria que nos transporta en el tiempo con los ojos cerrados y la cabeza sobre la almohada. Este adulto navegante no tiene dios porque lo descarta, simplemente, pero el niño creyó una vez, aunque lo hizo porque creyó lo que le contaron. Con doce años creí ver a dios en una piscina, o al menos lo que me pareció a mí la mirada de dios, pues solo dios podía mirar así. Era una mirada que decía que lo sabía todo, absolutamente todo: La miré a la cara, era la cara de una niña más pequeña que yo, pero era "la mirada", como si dios se hubiese disfrazado de niña de 8 años. Miraba yo, viendo y sintiendo que lo sabía todo de mí, insignificante pre-púber, cada uno de mis días, de mis vergüenzas, de mis fracasos... Todo. Luego descarté la idea, y de paso descarté también a dios, y a cualquier historia que pudieran contarme en adelante, si no lo veía por mí mismo. Dios no podía meterse en el cuerpo de una niña, yo solo era un niño, y no creía en la magia, y además ¿Para qué quería dios mirar así a un niño?
Para hacerle justicia al adulto, admitiré que él nunca se hubiera estrellado con la bici contra un coche, y yo, el niño que era, sí lo hice; Vale, admitido, pero fue un accidente que le puede pasar a cualquiera que vaya en bicicleta. Hoy día, ya no sé cómo se jugaba a las canicas en el patio del colegio, no tengo ni idea, pero estoy seguro de que el niño sí lo recuerda, lo vi en un lejano sueño. Pero al niño le gusta mucho dormir y pocas veces se asoma a la cubierta de la nave, no hay nada para él en el exterior, y no creo que exista manera humana de contactar con él, ni con azúcar; Se moría por el azúcar, -eso hay que decirlo- ya fuera líquido, sólido, o en grano, y de cualquier color: Azúcar en caramelos amarillos, azúcar en caramelos rojos, en caramelos verdes, blancos, azules... Azúcar en bollería, en heladería, o en la coca cola, casi todo el dinero de la paga era invariablemente invertido en azúcar.
Quiero creer que el niño sigue aún ahí, aunque solo sea por esa pequeña agitación interna que siento, si le pongo poca azúcar al café. Quiero creer que no dejaré de navegar en este océano de la vida, sin antes haber vuelto a mirar desde los ojos del niño.
Pueden llamarnos Malque, aunque solo yo lo escucharé.
Colección: Los relatos del verano.
Primera Publicación: Año 2023.
Nota: Foto de Pixabay: https://www.pexels.com/es-es/foto/flor-morada-verde-163186/