Dorado barniz

Antes que nada, y sobra decirlo, Blancahielos es un nombre que me he inventado para la ocasión. Nada tiene que ver con el ingenuo y bondadoso personaje de Disney, pues mi Blancahielos tenía de ingenua lo mismo que tengo yo de líder deportivo. Y nada más lejos de mi intención que tacharla de bruja, a pesar de que poseía cierto hechizo y una escoba que no utilizaba para barrer la cocina. Si Blancahielos fuera una bruja, en todo caso nunca sería una bruja malvada sino simplemente una bruja pragmática.
No le gustaba mentir, razón por la cual mentía muy a disgusto y muy a su pesar, y lo mismo le ocurría con el alcohol, o con el trabajo físico, realizando este último únicamente por razones de facturación y de lógica; la aplastante lógica que emana del hecho de comprender que la vida se basa en las facturas: Si no facturas no existes.
Sin ápice de rencor ni asomo de reproche, aboné religiosamente el coste de mi propia factura, y no con dinero sino con pequeñas cantidades de frustración, así iban las cosas con Blancahielos, una de las mujeres más frías que nunca he conocido -nunca conoces en verdad a nadie, por eso digo que nunca la conocí-. Pero tan fría e inconmovible como parecía, la sorpresa fue cuando se le arrimó un tonto con una guitarra y se la llevó al huerto. Con el músico descubrió que no es una fina capa de oro todo lo que reluce, y que el plomo que hay bajo el barniz dorado resulta sorprendentemente pesado y difícil de llevar. El músico -visto y no visto- le sirvió para confirmar algo que ella sabía muy bien por ser toda una maestra en ello: lo difícil que resulta mantener fresca una mentira muy elaborada, o lo que viene a ser lo mismo, lo fácil que resulta que esa elaboración acabe apestando por los poros y se venga abajo.
Encabronadamente frustrado (dan ganas de decir encoñadamente frustrado, o quitarle la virgulilla a la eñe y dejarlo en enconadamente frustrado), el músico le ofreció de forma totalmente gratuita una última actuación, un show sobre el macho ibérico autoconvencido de que las mujeres son cosas, y que si alguna de ellas fue suya alguna vez, esta pasa a ser una más de sus pertenencias por derecho de conquista; Evaristo... Que te he visto.
"Ay, Blancahielos, el ego por los suelos y acosada por un músico sin instrumento ni otro armamento, cuánto lo siento; Amiga querida, no hago yo leña de la encina caída, pues en mis guerras contra los sarracenos, ganaban siempre los malos y perdíamos siempre los buenos; Puedes contar pues, con toda mi empatía."
El entrecomillado iba a ser -y gracias a dios finalmente no lo fue- un mensaje anónimo que pensaba yo dejar, dentro de una botella de licor, vaciada previamente en su honor. Luego se me pasó la cogorza, y decidí quemar el inocente papel. Por muy anónimo que hubiera intentado aparentar, estaba claro para mí que Blancahielos sabría que había sido yo su autor, su amigo criticón que siempre la estaba criticando; Tanto cuando estaba equivocada como cuando no tenía razón.
Finalmente, la magia se le perdió. Fue un mal día en que accidentalmente se le cayó la máscara de la cara -y no estoy hablando de la mascarilla, ni de la más cara- y se hizo visible el horror que la máscara ocultaba: un desastre total y recauchutado que daba más pena que gloria, y que también daba algo de risa si no empatizabas. Y no vayan a creer que hablo desde el rencor, pues no es el caso, lo hago desde un lugar imaginario al que nunca quise ponerla a mirar, y que mucha gente identifica como la provincia de Cuenca.